La seguridad social mexicana, concebida como un derecho constitucional, se ha convertido en un mosaico desigual donde la letra de la ley se impone con firmeza, pero la realidad la desmiente con crudeza.
Pocas entidades reflejan mejor esta contradicción que Michoacán, un estado que vive entre la precariedad laboral, la deuda estructural y la esperanza de un sistema que aún no logra cumplir sus promesas. México ha construido, a lo largo de décadas, un sistema de seguridad social de múltiples cabezas: el IMSS, el ISSSTE y los institutos estatales de pensiones.
Este entramado institucional, pensado para garantizar derechos universales, ha terminado por reproducir desigualdades. Mientras un trabajador formal urbano accede a hospitales equipados y pensiones contributivas, un campesino o un comerciante informal queda relegado a servicios intermitentes y asistenciales. En Michoacán, esta brecha es más profunda.
La informalidad laboral, que alcanza a casi dos tercios de la población económicamente activa, impide que la mayoría de los michoacanos cuenten con afiliación contributiva. En otras palabras, millones de personas carecen de seguro médico y de la posibilidad de una pensión digna.
La promesa constitucional de la seguridad social se convierte, así, en una ficción burocrática. El sistema de pensiones michoacano anticipa una crisis de largo plazo.
El organismo local encargado, Pensiones Civiles del Estado, arrastra un déficit financiero de proporciones alarmantes, fruto de años de omisiones gubernamentales, insuficientes aportaciones y deudas acumuladas. El propio gobierno estatal ha tenido que reconocer adeudos millonarios con el IMSS y con su propio fondo de pensiones.
Aunque en los últimos años se han realizado pagos extraordinarios para reducir pasivos, la pregunta de fondo sigue sin respuesta: ¿cómo sostener las jubilaciones de miles de servidores públicos en el futuro sin un rediseño estructural? La respuesta no es sencilla ni popular. Implica reformas legales, ajustes en la edad de retiro, disciplina financiera y un pacto político capaz de resistir la tentación de postergar lo inevitable.
Sin una reforma seria, la insolvencia no será un riesgo: será un hecho. Universalizar la seguridad social no será posible sin formalizar el empleo, ampliar la base contributiva y dotar de recursos sostenibles a las instituciones.
Ello requiere visión, planificación y una voluntad política que supere el cálculo electoral. En el caso michoacano, implica también reconocer que la precariedad no se resolverá con discursos ni convenios temporales, sino con decisiones difíciles y sostenidas.
Fortalecer los sistemas de pensiones locales, atraer inversiones que generen empleo formal y garantizar que cada clínica rural cuente con médicos, medicamentos y equipo no es solo un imperativo administrativo: es un deber ético.
La seguridad social no puede seguir siendo un privilegio de unos cuantos, sino el piso mínimo de dignidad que el Estado debe asegurar a todos sus ciudadanos. El desafío de la seguridad social en Michoacán es monumental, pero no insalvable.
El estado tiene la oportunidad de convertirse en un laboratorio de reforma si combina tres ingredientes esenciales: responsabilidad fiscal, coordinación con la Federación y una auténtica política de bienestar centrada en las personas, no en las estructuras.
En última instancia, el acceso a la salud y una pensión digna no deberían depender del lugar donde se nace o del tipo de empleo que se tiene.
La verdadera justicia social comienza cuando un campesino, una trabajadora doméstica o un maestro jubilado pueden vivir con la certeza de que el Estado cumple su promesa. El reto está planteado: convertir el derecho constitucional en una realidad tangible.
Porque mientras la seguridad social siga siendo un privilegio parcial, Michoacán seguirá siendo el espejo de un país que no termina de cumplirle a su gente.


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